sábado, 7 de diciembre de 2019

Fede entra a la cárcel

Las nueve puertas que cruzó Fede fueron algo más que una aventura. Marcaron tensión en su cuerpo, dolor, angustia, asombro por lo que descubriría tras el cerrar de la última llave. Tenía la oportunidad que poca gente que no delinquiera tendría jamás en su vida: entrar a un pabellón de presos. Atrás quedaría una semana de trámites, de justificar en el registro de antecedentes que estaba limpio, de ir a sacar un pase-carnet, de dejar sus huellas dactilares, de posar para una foto, de llegar a las cuatro de la mañana.


(...)


Se metió en el bar del frente, completamente vacío a esa hora, se pidió un té porque tenía muchos retorcijones, y no era para menos. No faltó ningún fin de semana. A los dos meses, ya lo conocían como «el muchacho del té». «Muchacho», por acá; «Muchacho», por allá era moneda corriente para referirse a él hasta que alguien le preguntó su nombre y desde entonces fue «Federico». A las ocho, se cruzó.




(...)


Llegó al pabellón que albergaba a los recién ingresados y a los que esperaban juicio y, al acercarse a la última reja, lo vio. «¿Qué mierda hago acá?» fue lo primero que se dijo.


(...)


—Gracias, Fede. Qué gusto que hayas venido. ¿Por qué me trajiste esto?

—Ah, tomá… Me dieron este papel con algunas boludeces que te traje. No sabía bien qué traerte. No es gran cosa. Son boludeces, pero la próxima te traigo más. Decime bien qué necesitás.

—¿Pensás volver a verme?

—¿Creés que hice estos mil trámites para venir una sola vez?

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