domingo, 1 de diciembre de 2019

Reflexiones sobre la ciudad de la furia

La Ciudad de Buenos Aires explotaba al mediodía. El invierno ya no era el frío de antaño. Era muchas hojas marrones de un otoño lento que aún alfombraba las veredas. El calentamiento global confunde a la naturaleza y mucho más a la gente, como las medidas que implementa un Gobierno que en su campaña electoral dijo que iba a hacer determinadas cosas y después hizo lo contrario. No es que no se supiera.


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La ciudad explota cuando las colas marcan el tono de las piernas histéricas, los gestos de fastidio, los refunfuñantes ruidos que aletargan los trámites, cualquier tipo de trámite. Cinco ventanillas, solo tres que atienden, pero a esa hora, las cajas se reducen por el tiempo de almuerzo y, entonces, una deja de funcionar. En los cajeros, hay gente que se confunde: marca mal su clave, saca la tarjeta, vuelve a ponerla, marca de nuevo y, si no se equivoca para hacer varias extracciones, repite la rutina de tarjeta-clave varias veces. Y ya no son ocho personas que esperan, sino casi doce.



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La ciudad explotaba porque había obreros que habían cortado un tramo del sector de la avenida que en diagonal desembocaba en la Plaza de Mayo. Una masa de gente entraba y salía del subte. (...) Las adoquinadas calles aún resistían con su fachada lo poco que quedaba de la historia porque en Argentina todo se destruye, se tergiversa, parece olvidarse o se mete bajo la alfombra.

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